Ni a los vivos ni a los muertos ni a los heridos ni a la ONU ni a la prensa. A nadie. El Estado de Israel no respeta a nadie, no respeta nada. Bombardea a los civiles vivos y bombardea a los que reposan muertos bajo tierra en el cementerio a ver si los pueden matar dos veces. Bombardean hospitales, incluso de la Media Luna Roja, como si la ausencia en ellos de casi todo no fuera suficiente para darle el pasaporte definitivo a muchos de los heridos. Bombardean a las mismísimas Naciones Unidas destruyendo toneladas de ayuda humanitaria, y no se privan de utilizar el fósforo blanco a pesar de estar prohibido por la legislación internacional. Bombardean instalaciones donde la prensa palestina e internacional intenta hacer su trabajo. Bombardean y bombardean.
Me indigna pero no me extraña. De un estado cuya divisa es la muerte y su bandera la sangre inocente no cabe esperar otra cosa que destrucción, barbarie, asesinatos. Tampoco me extraña ya la manifiesta complicidad de la Unión Europea, del gobierno español. A pesar de ello, quizá por inercia, sigo preguntándome: ¿qué tiene que hacer Israel para que nuestros gobiernos, a los que tanto les preocupa la democracia y los derechos humanos en países que intentan construir el socialismo, actúen con contundencia para detener la masacre de Gaza y obligar a los sionistas a cumplir con la legalidad internacional y con la resoluciones de la ONU? ¿Hasta dónde le permitirán llegar al estado hebreo? ¿Hasta el lanzamiento de una bomba nuclear y más allá?
Tengo el convencimiento de que haga lo que haga se lo van a consentir, es el niño mimado, el matón de la clase al que todo se lo justifican y, a lo sumo, le riñen con la boca pequeña. Sólo la movilización de los ciudadanos y ciudadanas pueden torcer el brazo cómplice de nuestros gobiernos. Y a la luz de tantas experiencias deberíamos de pensar muy bien a quien le damos nuestro voto a la hora de depositarlo en la urna en cualquiera de las elecciones, no vaya a ser que estemos legitimando a quienes con su acción condescendiente o su omisión calculada se manchan las manos de sangre inocente. No vaya a ser que esa misma sangre salpique nuestras manos cómplices.
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