Hay anécdotas que merecen ser contadas. Obviamente su valor no es un absoluto y, como todo, depende de la importancia que tenga para cada cual. Esta que hoy relato la tiene para mí, puesto que se refiere a mi primera novela: El Sitio.
He contado en alguna ocasión que la escribí porque no era consciente de ello. Me explico. No fue una decisión premeditada al estilo de «bueno voy a sentarme a escribir una novela»; si así lo hubiera hecho, ante tal colosal empresa me habría desanimado por considerarme incapaz de ello. Lo que me impulsó a escribir la primera página fue la necesidad de liberar una frustración: la que nace al comprobar la necedad de la condición humana. Ocurrió a mediados de la década pasada; por aquellos años, yo estaba viviendo muy de cerca la redacción del Plan General de Ordenación Urbana de San Miguel de Salinas y conocía de primera mano las locuras urbanísticas que se habían dibujado en los planos: miles y miles de viviendas, decenas de miles de nuevos habitantes y destrucción del medio natural, todo ello a mayor gloria de un pretendido progreso que solo era la tapadera de negocios de dudosa legitimidad, sin previsión alguna de qué ocurriría en un futuro a medio plazo. Y me preocupaba sobre manera el destino reservado para la maltratada, pero necesaria sierra de Escalona. Por más argumentos que se esgrimieran en contra de la barbarie (eso que después se llamó burbuja urbanística), ninguno de los responsables políticos de los grandes partidos hizo el más mínimo caso. La razón no servía de nada frente al rodillo del «progreso».
Fue la desazón del fracaso de la razón lo me llevó a desahogarme en un papel en blanco. Y lo hice escribiendo ficción, aun a sabiendas de que la realidad era mucho más temeraria. Inventar personajes me daba más libertad para desnudar el mundo real. Un buen día me di cuenta de que llevaba escritos cien folios, y fue en ese momento cuanto tomé conciencia de que estaba a mitad de una novela. Y me pasó lo mismo que cuando aprendí a nadar a los catorce años. Fue en la playa de la Cala. Por aquel entonces todavía existía la isla, es decir un promontorio rocoso rodeado de agua por todas partes (actualmente una especie de tómbolo artificial de arena la une a tierra firme), con un canal submarino de varios metros de profundidad que la separaba de la costa. Al borde del surco, una gran piedra delimitaba la zona en que el agua no cubría de la que alcanzaba mayor profundidad. Yo saltaba desde esa piedra en dirección a la isla y tras unos metros chapoteando en la zona profunda, la inseguridad me hacía volver a la piedra. Hasta que un día, tras unas cuantas brazadas comprobé que estaba a mitad de camino entre piedra e islote. Seguir o volver me suponía el mismo esfuerzo. Decidí continuar y llegar hasta la isla. A partir de ese momento realizar el trayecto completo no supuso ningún problema. Eso mismo me ocurrió con El Sitio: encontrándome a mitad de manuscrito solo me quedaba acabarlo.
El primer libro que uno escribe no siempre es el mejor, pero sí es especial; y espero no equivocarme al generalizar. Por eso me resultó emocionante volver a encontrarme con uno de los ejemplares de El Sitio en la plaza de la Constitución de Almoradí, donde el pasado sábado, 23 de septiembre, participé en la I Feria de Autores «Villa de Almordí». Andrés, un joven conocido se acercó a mi estand en el que firmaba ejemplares de las novelas Segura, Esta será mi Bandera y el poemario Melankoría. El joven llevaba en la mano un ejemplar de El Sitio, con signos evidentes de haber pasado por varios lectores. Tras saludarnos me dijo: «hace diez años le firmaste este ejemplar a mi padre, lo he leído y me ha encantado; me gustaría que también me lo firmaras a mí». Fue muy grato dejar firmada la doble dedicatoria, separada por 7 años, antes al padre, ahora al hijo.
[…] Tomás Vicente Martínez Campillo es maestro de Ciencias Naturales en el Instituto de Secundaria Los Alcores de San Miguel de Salinas (Alicante). Además, escribe poesía, relatos y novela. En 2007 auto editó su primera novela, El sitio. […]