En los últimos años del siglo XVIII o primeros del XIX fue exterminado el último lobo en estas tierras, acabando así con una especie que había ocupado en centurias anteriores campos y montes de la extensa gobernación de Orihuela. La expansión demográfica del setecientos requería nuevas tierras de cultivo, pastos para el ganado, leñas para hornos y hogares, y el medio natural sufrió una transformación progresiva y sostenida en el tiempo para acomodarla a las necesidades humanas, como siempre a costa de otras especies.
Ese crecimiento demográfico, que da origen a San Miguel de Salinas en el primer tercio del XVIII, no solo se produce en área urbana, sino que en las grandes haciendas también se construyen o amplían viviendas para amos, labradores, animales y dependencias anexas (almazaras, bodegas, silos). Y teniendo en cuenta que piedra y yeso (junto a la «tierra colorá») son don elementos esenciales en la construcción, no es arriesgado suponer, a falta de confirmación documental, que la apertura de canteras y fabricación artesanal de yeso naciera o se desarrollara para cubrir dichas necesidades. Un proceso productivo que se incrementó en el XIX y que llegó hasta finales de los años sesenta del siglo XX todavía de forma casi artesanal. En esta década, unas sesenta familias vivían de la explotación de los yesares.
La proliferación de canteras también supuso una modificación sustancial del paisaje, lenta y constante a lo largo del tiempo, que llevó pan a la mesa de muchas familias de San Miguel. Hoy, integradas en el entorno, quedan como vestigios de aquel tiempo, alguna reutilizada como lugar de ocio, otras convertidas en charcas naturales, otras más utilizadas como vertederos ilegales de escombro, unas pocas todavía esperando su puesta en valor como patrimonio etnográfico singular en beneficio de la cultura y el turismo de este pueblo.
Y ahora, camino de cumplirse el primer cuarto del siglo XXI, los yesares, Algepçars, ya citados en el libro El Repartimiento de Orihuela, del año 1308 —«Esta es una quadrella que es entre als Algepçars et les Çafurdes ad unes comes que uan a la serra de Bilut…»—, un extenso territorio situado a poniente de San Miguel de Salinas, vuelve a estar en el punto de mira económico, no para abrir pequeñas explotaciones familiares de lento y artesanal desarrollo, sino para la apertura de una mina a cielo abierto, de proporciones indeterminadas, de consecuencias imprevisibles, para el lucro de gente ajena a nuestra historia, a nuestra tierra y a nuestra vida. Riqueza para unos cuantos a costa, como siempre, de otros seres vivos, esta vez, incluso nosotros.
Hoy, a diferencia de décadas atrás, sabemos del alto valor ecológico de los yesares, declarados por la Unión Europea hábitats prioritarios para su conservación. Es más, estos yesos, se ubican en Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA), e incluso en el tan deseado como retrasado Parque Natural de Sierra Escalona y Dehesa de Campoamor. Motivos más que suficientes para que la amenaza de la mina hubiese acabado su recorrido en la primera ventanilla de la Administración. Quizá las normas que regulan este tipo de proyectos obliguen a tramitarlos; pues bien, la exposición pública debería ser el último trámite; las alegaciones que sin duda se van a producir en abundancia deben ser decisivas para conjurar la amenaza, pero para eso la gente de San Miguel debemos ser conscientes (y actuar en consecuencia) de que en cualquier punto de esos catorce millones de metros cuadrados que el Grupo Torralba quiere prospectar, casi la tercera parte del término municipal, se abrirá, si no conseguimos pararlo, un enorme agujero en nuestro presente y en nuestro futuro que ya nunca se cerrará.
No teníamos bastante con una planta de residuos, también quieren colocarnos una mina. ¿Qué no hemos hecho para cargar con esto?
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