Ruge rebosante de odio el cañón.
El llanto del niño rompe inconsolable
y sus lágrimas de sangre
tiñen de rojo su cuerpo yerto.
Revienta ahíta de venganza la bomba.
El dolor desgarra a la madre
y su grito acuna por última vez
el fruto de su vientre, muerto.
Explota grávido de ira el mortero.
Es el padre un alarido descifrable
que sostiene en sus brazos impotentes
al hijo que el odio deja con el vientre abierto.
Retumba el paso de las botas asesinas.
Los muertos, entre ruinas de venganza,
buscan los huesos que astilló la bala
y la sangre derramada que al mundo ha cubierto.
Tabletea el fusil su réquiem de terror.
Los vivos arrastran su abandono
y elevan con el humo de la guerra
un clamor de justicia, en el desierto.
Amontona el odio inocentes muertos,
madres, padres, hijos, son los muertos,
que reclaman con sus ojos, también muertos,
ayuda a un mundo de corazones muertos.
Visten de razón el crimen los asesinos.
No recuerdan los cómplices dónde ocultaron
su catecismo de los Derechos Humanos.
Y el Nobel de la Paz bendice el exterminio.
Un mundo de corazones de músculo y de nervio
llora estremecido el horror de la barbarie
y presta el grito enfurecido a los muertos y a los vivos.
La sangre salpica el silencio de los tibios.