A José Manuel López Grima (Rojales, 1950) le creció la conciencia entre bajocas y cherros, a pie de huerta y río, desde las simientes que su padre fue sembrando día a día hablándole de la faena y de la vida, de lo que era importante y de lo que no valía la pena. «Ten siempre un trozo de tierra de la que comer y una casa en la que cobijarte”, le decía, advirtiéndole sobre aquellos de los que nunca debía fiarse y aconsejándole sobre cómo conducirse con honradez.
Pronto comenzó a preguntarse por lo que veía a su alrededor. Por qué unos pocos vivían tan bien y muchos en la necesidad. Por qué el río, centro de juegos, baños, primeros besos, cada vez era menos río. Qué pasó cuando los hombres íntegros creyeron que un mundo más justo era posible. Una premeditada injusticia sufrida al finalizar la carrera de magisterio inflamó su espíritu rebelde para siempre, y se prometió a sí mismo que los indignos oirían hablar de él.
Se comprometió con la escuela, con el sindicato, con la defensa del Segura y de la huerta, con la gente necesitada de su pueblo. Desde muy temprano comenzó a tejer un sueño: hombres y mujeres trabajando cooperativa y solidariamente la huerta como herramienta para vivir dignamente, con respeto al medio y a sus seres. La situación de necesidad extrema creada por la estafa de la crisis en la que se ha visto una parte de sus vecinos lo ha impulsado a rescatar su sueño, que ahora tiene un nombre: Huerta Viva de Rojales.
Estuve presente en la primera asamblea pública en la que se presentó la idea a todo el quiso asistir. No quería perderme algo que puede ser histórico. Previamente, meses de conversaciones con muchas personas abatidas a las que José Manuel trató de animar a encontrar juntas una salida; entrevistas con un gobierno local remiso al principio pero que poco a poco fue cediendo ante la incontestable argumentación y firme convencimiento de José Manuel. Muchas horas diseñando la arquitectura de un sueño que podía convertirse en realidad.
He vuelto en varias ocasiones a la hacienda de Los Llanos, o de Don Florencio, propiedad municipal en la que día a día va tomando cuerpo la cooperativa Huerta Viva de Rojales. He visto a personas que van construyendo solidaridad al tiempo que trabajan la tierra, riegan sus hortalizas o recogen sus cosechas. Quienes nada tenían hace unos meses, ahora llevan alimento a su mesa y dignidad a su corazón. Tienen razones para sentirse orgullosos.
Que nadie crea que es fácil, porque no lo es. Romper con el individualismo que se ha mamado desde niño en casi todas las esferas de la vida es mucho más difícil que aprender a trabajar la tierra cuando nunca antes se ha hecho. Por eso surgen problemas, cuya solución contribuye a aumentar la conciencia solidaria. La reunión semanal del grupo de coordinación y las asambleas periódicas de los cooperantes son escuela de formación para organizar, dirigir y solucionar desde el ejercicio más democrático, transparente y participativo. Por eso, también rinden cuentas al pueblo, dueño de las tierras abandonadas que ellos han convertido en un vergel con el que sobrevivir a la desesperanza.
En la ingente tarea que tienen por delante las familias de Huerta Viva no están solas. Su primer apoyo es José Manuel, también el gobierno municipal, algunos agricultores que prestan su maquinaria, buena parte del pueblo de Rojales que ve la iniciativa con buenos ojos, personas de otras localidades que seguimos con interés cómo va cuajando algo hermoso. Pero no nos engañemos, también tienen enemigos declarados. Son los mismos de siempre. A pesar de ellos, la cosecha de patatas y conciencias sigue creciendo.
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