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HERMOSA ANÉCDOTA

Extraña coincidencia, sincronismo, renglón que escribe el destino, anécdota curiosa. El nombre es lo de menos. Lo que cuenta es el hecho. Sucedió ayer, en El Paseo, y fue hermoso. Tres personas habíamos quedado para hablar de esas fotos en blanco y negro que cuentan fragmentos de nuestra historia como pueblo, un mundo tan próximo en el tiempo y tan lejano en nuestra acelerada modernidad. Nos congregamos en el banco de falsa madera junto al falso estanque prometido y misteriosamente siempre seco. Más cómodos estaríamos sentados a una de las mesas del Jota, dijo alguien, y allí nos dirigimos. Una mesa contigua estaba ocupada por dos señoras mayores que, al parecer, merendaban allí. Dos turistas, pensé.

Conversábamos los tres sobre las viejas fotos, sobre los orígenes del pueblo, sobre cuándo la iglesia cambió de campanario; salió a relucir el siglo XIX, las primeras cuevas, el mil ochocientos y pico. De pronto, una de aquellas mujeres de la mesa contigua se levantó, vino hasta nosotros y con mucha educación y «el atrevimiento que me dan las canas» se disculpó por inmiscuirse en nuestra conversación, pero al oírnos hablar del siglo XIX no podía dejar pasar la ocasión. Nos dio su nombre: Noemí, y el de la otra mujer: Estela, prima suya, que también se acercó a nuestra mesa. Eran uruguayas, bellas damas las dos por más que peinaran canas. Estela llevaba cuarenta años viviendo en Holanda. Noemí un par de décadas en Barcelona. Estaban en El Paseo esperando un taxi. Habían venido a San Miguel siguiendo el rastro de sus antepasados, pues sabían que en la iglesia parroquial se casaron sus bisabuelos en mil ochocientos setenta y tantos. Habían visitado el cementerio y revisado cada lápida tratando de encontrar algún ascendiente; y en homenaje a esos antepasados entonaron los versos de Serrat de su canción Pueblo Blanco: «Pero los muertos están en cautiverio / y no nos dejan salir del cementerio».

Noemí y Estela nos confesaron que su viaje a San Miguel lo daban por bueno al margen de lo hallado; pisar la tierra de sus ancestros ya era recompensa suficiente. Les aportamos fuentes de información sobre el pueblo que se pueden encontrar en Internet, intercambiamos correos y teléfonos, nos emplazamos a volver a vernos aquí en el pueblo cuando aquello que nos había congregado a las tres personas en el paseo (la cuarta estaba enferma) viera la luz.

El taxista llegó y las apremió a marchar; las dos mujeres lo hicieron de mala gana, muy satisfechas por los minutos que habíamos compartido, pesarosas por no habernos encontrado mucho antes y haber tenido la oportunidad de conversar largo y tendido. Se les notaba un intenso deseo de conocer pormenores de nuestro pueblo. Tejimos lazos invisibles en apenas unos minutos, lazos que nos unen con una historia común que a principios del siglo XX saltó al otro lado del Atlántico y que más de un siglo después ha venido de vuelta.

Quizá todo esto solo sea una anécdota; pero en todo caso, una anécdota hermosa.

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RELLENO DE INDIFERENCIA

En la oscuridad sólida de los días y las noches, aprisionado bajo el peso brusco de la indiferencia, solo me queda el sabor amargo de la desidia, la ignorancia y el abandono. También el sabor salado del recuerdo adormecido entre las piedras, de un tiempo duro, y fugaz como todo tiempo.

Recuerdo las manos expertas, endurecidas y laboriosas, que me cuidaban con mimo cuando mi cuerpo joven era vigoroso y útil. Las voces roncas de vino y humo, las toses crónicas que el tabaco clavaba en el pecho de los hombres mientras cargaban sobre mis espaldas bien forjadas el fruto de su trabajo. El calor espeso que iba creciendo en mi interior, el fuego que lamía mis entrañas con lenguas rojas y amarillas para blanquear la preñez de un vientre efímero. El sueño ligero de quien me cuidaba arrebujado en una manta plateada de luna, punteada de estrellas, bordada de rocío.

Echo de menos las risas colgadas en la comisura de los labios; las mujeres que conocí en la boca juguetona y exagerada de los hombres para aliviar la lentitud del pico y la pesadez rutinaria del capazo; el vino que se escapa de la cárcel de la bota y llena el cuenco de la boca y se derrama hasta el dorso desnudo y sucio de la mano; el tajo preciso y silencioso del filo de la navaja atravesando el hambre hasta un taco de tocino que se cobija sobre un pan de sudor y días.

Un amanecer de luz oscura no volvieron ni las risas ni las voces ni las toses. No hubo adiós ni despedida. Envuelto en bruma y desconcierto llegó el silencio, un desconocido para mí. Y se quedó conmigo sin hacerme compañía, y me hizo prisionero de su nada.

Durante un tiempo mantuve la esperanza. Hasta que el viento trajo una brisa de ecos de abandono a otros como yo. Hasta que un vendaval resquebrajaba mi entereza con ráfagas de angustia y duelo por los que se perdían para siempre bajo el peso muerto del vertido de toneladas de indiferencia, o sucumbían ante una reja hostil y vergonzosa. Tardé mucho tiempo en aceptar que también ese sería mi destino.

Sin embargo, renacía mi esperanza cuando alguien, muy pocos, todo hay que decirlo, se asomaba curioso a mi interior, deseoso de escuchar las historias escritas en el tiempo y en mi cuerpo, me inmortalizaba en una fotografía prometedora y me mostraba el respeto silencioso y el cariño transparente que un viejo se merece. Todavía no he llegado a los sesenta y, sin embargo, reconozco mi precoz y sobrevenida senectud, no porque mi cuerpo todavía vigoroso la padezca, sino porque todo a mi alrededor se agarró al futuro y cambió de universo.

Ahora, en la oscuridad sólida de los días y las noches, aprisionado bajo el peso brusco de toneladas de indiferencia, me resigno a mi destino. Y me aferro a la memoria escrita sobre mis piedras de un tiempo duro y fugaz que nadie quiere conservar.

Nombre de archivo : DSCN0626.JPG Tamaño de archivo : 171.1 KB (175215 Bytes) Fecha de entrega : 2002/10/25 16:51:31 Tamaño de imagen : 1024 x 768 píxeles Resolución : 300 x 300 ppp Profundidad del color : 8 bits/canal Atributo Protección : Desactivado Atributo Ocultar : Desactivado ID de la cámara : N/A Cámara : E775 Modo Calidad : NORMAL Modo Medición : Multipatrón Modo Exposición : Automático Programado Speed Light : No Distancia Focal : 6.2 mm Velocidad del disparador : 1/329.7 segundo Abertura : F8.1 Compensación de exposición : 0 EV Balance del blanco fijo : Automático Objetivo : Incorporado Modo de sincronización del flash : Reducción de ojos rojos Diferencia de exposición : N/A Programa Flexible : N/A Sensibilidad : Auto Nitidez : Automático Tipo de imagen : Color Modo de color : N/A Ajuste de tono : N/A Control de saturación : N/A Compensación de tono : Normal Latitud (GPS) : N/A Longitud (GPS) : N/A Altitud (GPS) : N/A

No te desanches, bolaga, que no es tan grande el bancal (Dicho popular).

Bolaga en floración

La bolaga (Thymelaea hirsuta) es un arbusto muy común sobre bancales abandonados y márgenes.

  1. Los tallos eran utilizados para hacer asas para cuerdas.
  2. La planta seca y debidamente atada era una buena escoba para la era y el corral.
  3. La planta seca es una excelente «ensendija» para la lumbre. También buen combustible para caldear los hornos.
  4. Cuando los brotes tiernos de los árboles se «empiojaban» se arrancaba una bolaga y se colgaba boca abajo sobre la crucera del árbol. La plaga iba desapareciendo a medida que se secaba la planta. 
  5. También se ha utilizado para «dar torno a la era» o «dar carro a la era»: se trataba de formar el piso de la era, para ello se ataban varias bolagas debajo de una tabla sobre la que se colocaban piedras para que pesara y de ella tiraban dos mulas. 
  6. En infusión se ha preparado para enjuagues bucales con los que aliviar el dolor de muelas. 
  7. Las semillas son muy apreciadas por los pájaros de canto, especialmente los pinzones y verderones, por ello se recogen ramas de bolaga y se ponen en las jaulas. 
  8. Las mismas ramas también evitan que los pájaros cojan piojillo.
  9. La corteza de los tallos más largos, arrancada en tiras sirve como improvisada cinta para un atado urgente.

Biodiversidad Etnobotánica del Campo de Salinas. Historia Natural de Sierra Escalona y Dehesa de Campoamor. VV.AA.

LA CARTA

Año 1983. Nivel 4º de EGB. Tal es el deterioro del mobiliario escolar que hasta las niñas y niños se dan cuenta. Alguien lo plantea durante una clase de sociales. Se acaba de crear una situación de aprendizaje a la que el alumnado se siente muy vinculado, pues trata de algo con lo que conviven todos los días en el aula. Mi pregunta es: ¿Qué podemos hacer además de quejarnos? La lluvia de ideas, el debate ordenado, el análisis de las propuestas, la información relevante que aporto para abrir caminos, la interacción cooperativa de todos los que habitamos el aula nos lleva al acuerdo de dirigirnos por carta a las autoridades competentes.

La redacción de la carta es otra oportunidad de aprendizaje: ¿Cómo se encabeza? ¿Esa frase es suficientemente clara o podemos mejorarla? ¿Es correcta la ortografía de esta palabra? ¿Podemos utilizar un sinónimo más preciso? El trabajo vuelve a ser colectivo, una redacción en la que todos participamos hasta obtener un borrador aceptable. ¿Quién la escribirá en limpio? Y la clase elige a quien considera que mejor lo puede hacer, porque esa carta nos representa a todos, por eso la firmamos todos, alumnado y maestro. Y la dirigimos a la inspectora de zona y al jefe de los Servicios Territoriales de Educación de Alicante.

Un tiempo después, no recuerdo cuánto, nos llegó la respuesta de Inspección. Tampoco recuerdo si atendieron o no nuestra petición. Lo importante fue que actuamos ante un problema concreto, buscamos soluciones mientras todo se convertía en situaciones de aprendizaje colectivo, también individual. Que reforzamos así la capacidad de análisis, el espíritu crítico y la conciencia de grupo. Lo importante fue que en nuestra aula de 4º habíamos ido más allá de los estrechos márgenes del aula.

CAMINOS

El olor intenso, pesado y acre del estiércol espesa el aire a mi alrededor, se agarra a las fosas nasales y empuja recuerdos de tiempos mozos de ganado y de corral. El balido grueso, ronco y monótono de algunas ovejas y el más agudo, estridente y enérgico de unos corderillos ambientan la marcha por un camino plagado de huellas invisibles en lo racional, indelebles en lo emocional, de pezuñas, balidos, voces y ladridos.

El labrador detiene el par de mulas y afloja el arado sobre la tierra para contemplar el paso uniforme y pausado, otro año más, del rebaño. Un millar de vellones que lo serán en unos meses, en gregaria y apretada marcha de regreso a su origen. Temeroso de la suerte que pueda correr el sembrado de trigo a orillas del camino, confiando en la inteligencia de los perros, en el saber de los pastores.

Salen de la casa junto a la vereda viejos y jóvenes, mujeres y chiquillos para decir adiós a quienes hace unos meses dijeron hola, a la espera de verlos regresar en la siguiente estación, cuando el frío encienda chimeneas y la pelliza abandone el armario. De nuevo la bienvenida a hombres obligados a abandonar su tierra, su casa, el calor de su lumbre, de su cama, de su hembra. Porque la serranía no entiende de amores, ni de hambres.

Miles de pezuñas arrancan el hálito blanquecino del suelo que pisan, encalando el aire con la huella difusa y evanescente de su paso. Se mezcla el polvo levantado con los silbidos del pastor ordenando al perro el cuido de los almendros nuevos, de la avena tierna, de la cebada que verdea invadiendo el ancho trashumante.

Detiene el leñatero el quehacer de su hacha, el corte de su azada para recrearse unos instantes, mientras limpia el sudor de su frente y alivia el dolor de riñones, en esos otros que como él han hecho del campo su forma de vida, porque de todo tiene que haber en este valle, para unos de lágrimas, para otros de sonrisas.

Se hace a un lado el carretero para franquear el avance de la manada. Ahora ese camino es territorio de los animales. Saluda escueto a los pastores. No los envidia, o quizá sí. Casi un mes caminado les queda para regresar a casa, donde la primavera bosteza.

Cae la tarde, la noche acecha en mitad de la sierra. Una lumbre improvisada, la que cada noche habrá que improvisar, cuece la cena de olla grande o sartén de todos y después crepita entremezclándose con el ulular del búho, el aullido del lobo, el balido de alguna oveja, las palabras que resumen el día y las que introducen otro nuevo. Una lumbre que se harta y desiste entre ronquidos cansados y madrugada que se esfuma.

Caminos que son mucho más que marcas en el suelo, mucho más que arterias que conectan dos destinos. Hay caminos con un trazado emocional que los hacen más ricos, más entrañables, más nuestros. Tienen historias que contar, o que descubrir, incluso que imaginar. En ellos quedan las huellas de lo que fuimos, de lo que ahora somos, para bien o para mal. Nos conectan con nuestro pasado. Con cada trozo de camino que se pierde, desaparece un poco de cada uno de nosotros, herederos de quienes de una u otra forma los hollaron.

MATERIA NUESTRA

Tendría yo cinco o seis años cuando mi padre me llevó a cazar gamburrinos. Vivíamos todavía en el campo, alumbrándonos con candil y butano, bebiendo agua del aljibe, haciendo las necesidades fisiológicas en el «jarro de mear», en un bancal o entre las palas, lavando a mano en la pila de piedra, bañándome en un cosiol (cossiol), rodeados de almendros y garroferos, al son de los barrenos en las canteras por el día y de mochuelos y grillos por la noche. Algunos detalles están envueltos en la bruma del tiempo y el olvido, pero recuerdo que la noche era estrellada, quizá finales de primavera o principios de verano.

Me explicó mi padre que los gamburrinos eran unos pájaros que dormían en el palo de la garrucha del aljibe. Me llevó hasta allí y me dijo que aguardara escondido en la esquina, sin hacer ruido para no espantarlos y escuchando con mucha atención para comprobar que seguían allí y no se marchaban, mientras él iba a por un saco, que abriríamos después entre los dos delante de la puerta del aljibe, asustando a los gamburrinos, que al huir caerían dentro del saco. No tengo constancia del tiempo que estuve allí, pues entonces no sabía medirlo y ahora tampoco tiene medida el recuerdo. Lo cierto es que se me hizo larga la espera. Regresó mi padre con una sonrisa y me dijo: «Tontolín, que los gamburrinos no existen».

Me ha traído la anécdota a la memoria la lectura de Matèria de Bretanya, un libro de Carmelina Sánchez Cutillas, escritora, poeta e historiadora, nombrada escritora del año 2020 por la Acadèmia Valenciana de la Llengua (AVL). Con la mirada de la niña que fue, recuerda la autora sus vivencias de infancia en Altea, recubriendo de emociones la descripción de la vida cotidiana, que cuenta en valenciano. Unas descripciones que me resultan familiares, pues también me traen el recuerdo de vivencias de niñez. Descubro así en sus páginas a los «gambosins», los imaginarios gamburrinos. Y descubro también al cabo de tantos años que esta es una de las muchas palabras, que con sus modificaciones, ha sobrevivido en el habla coloquial desde los tiempos en que en estas tierras nuestros pentabuelos hablaban valenciano, y que tienen su entrada correspondiente en el diccionario de la AVL.

Me ha alegrado leer y recordar esas palabras que ya no se dicen, que las nuevas generaciones de escuela, televisión e internet ya no conocen en su contexto coloquial. Recuerdo que tuve una vedriola (vidriola) en la que guardaba alguna peseta que otra; que en el verano, a veces, comía chambis (xàmbit) cuando mis padres me traían al pueblo. En los caminos resecos y polvorientos, cuando soplaba el viento levantaba polsaguera (polseguera), después había que espolsar la ropa. Oía a mi padre siular (xiular). Las tomateras se ensofraban (ensofraven). De la gente dotora, siempre pensé que se la comparaba con un doctor por sus muchos conocimientos, y Carmelina y la AVL me descubren que se trata de gente curiosa que se mete en lo que no le importa. En mi niñez no conocía los columpios, sí las agrunsaeras (engrunsadores) que con una madera y una soga fabricaba mi padre y colgaba de la rama gruesa de un garrofero. En la casa de campo no había wáter, así que, en un bancal o en medio de las palas, para cierta tarea había que aponarse (aponar-se).

Sería larga la lista de valencianismos (o catalanismos) que todavía podemos encontrar integrados en el habla de nuestros padres y abuelos, reliquias de un pasado no tan lejano en el que, en la demarcación de Orihuela, los documentos oficiales se redactaban en valenciano y en la calle también se hablaba esa lengua.

Un gozo leer Matèria de Bretanya y recorrer con la mirada perspicaz, valiente y emocionada de la niña Carmelina pasajes de mi infancia en la lengua que forma parte de nuestra cultura y nuestra historia, y que se extiende hasta el presente. También es materia mía, materia nuestra.

CASAS VIVAS

La inquietante y sabrosa lectura de Casa en venta, de Mercedes Abad (Páginas de Espuma, 2020), no solo la he disfrutado, sino que me ha inducido varias reflexiones. En este relato largo, o novela corta, es la voz de una casa la que narra lo que acontece a sus ocupantes, que ella ve, oye, siente desde sus paredes, suelo, techo, ventanas, puerta, convertida así, con la prosa fresca, estimulante, ácida a veces, envolvente en todo el relato de Abad, en un ser casi vivo con sentimientos y emociones.

La casa es testigo privilegiado de la llegada de una pareja de clase media con glamur, intelectual, con sus cenas con amigos, cultivadas conversaciones; son formidables, y así los bautiza la casa. Una pareja que acaba descomponiéndose por la obsesión creciente de la mujer con la limpieza, a partir de un detalle insignificante, que entra en una espiral de locura e irrealidad.

En el plano individual, la aparente fortaleza humana puede verse resquebrajada con ese adverso grano de arena que acaba convirtiéndose en una montaña inexpugnable en un proceso, en principio casi imperceptible, y que solo se calibra en toda su dimensión cuando ha crecido tanto que se muestra en toda su crudeza y es imposible ignorarlo o esconderlo. Y arrasa a su paso con todo lo que parecía inmutable.

Es lo mismo que ha ocurrido en el plano colectivo, social, con esta pandemia que sufrimos. Un brote que surge en un lugar remoto al que apenas prestamos atención va creciendo ante nuestros ojos sin que reparemos demasiado en ello hasta que un día despertamos y comprobamos con absoluto desconcierto que se ha convertido en un monstruo que convulsiona nuestra manera de vivir hasta el punto de hacerla casi irreconocible, poniendo así en evidencia nuestra fragilidad como especie.

Y si como individuos habitamos casas, que nos ofrecen refugio, intimidad, un lugar al que regresar, como especie disponemos de una única casa para todos, el planeta Tierra, que al igual que la narradora de Casa en venta ve, oye, siente sobre su piel nuestra suicida manera de conducirnos, e incluso con su lenguaje de fenómenos naturales nos envía continuos mensajes advirtiéndonos de que debemos variar el rumbo.

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Quizá esta pandemia esté siendo un serio aviso: «Si seguís reduciendo los espacios naturales, estrechando las zonas de contacto entre vosotros y los animales, rompiendo equilibrios de millones de años, tenéis los días contados». Aunque nuestra casa Tierra no deja de emitir señales: lluvias cada vez más intensas, olas de calor más frecuentes, incendios devastadores, inundaciones más virulentas. «Habéis envenenado la atmósfera, tomad medidas o seré inhabitable para vosotros».

La casa de Abad cuenta las andanzas de sus ocupantes. Entre sus paredes transcurre la vida, también hasta donde alcanza el balcón y las ventanas. Cada ocupante deja su huella indeleble. Una huella que yo he buscado en muchas ocasiones en las viejas casas de campo, en pie algunas, destechadas y agrietadas las paredes otras, o un montón ruinoso en el que apenas se distingue su estructura.

Ejercen sobre mí una atracción a la que me resulta difícil sustraerme, incluso cuando una pared amenaza con desplomarse sobre mi cabeza. Porque esas casas tienen historias que contar, guardan el recuerdo de vidas enteras, a veces de varias generaciones, con sus alegrías y sus penas, amores y desamores, nacimientos y duelos, esperanzas y frustraciones de las personas que las habitaron. Todo un universo de emociones humanas ligadas a un espacio convertido en cobijo, refugio, punto de encuentro, referencia necesaria, lugar al que volver.

Toda persona debería disponer de una casa a la que impregnar con las huellas de su vida.

UNA SONRISA NOTÁLGICA

Si algo diferencia a Cuatreros del agua de mis obras anteriores es la reacción emocional que despierta en buena parte de los lectores cuando se acercan a ella aun sin abrir siquiera la novela. Es la propia portada el desencadenante, gracias al trabajo de dos artistas excepcionales: Paco Sáez, que realizó el primer boceto, y Begoña Movellán, que lo convirtió en un evocador dibujo.

Al primer contacto visual, el lector eleva ligeramente las cejas revelando la sorpresa inicial, le sigue el esbozo de una sonrisa cargada de nostalgia, a veces acompañada de un asentimiento repetido y suave de la cabeza mientras la mirada se fija en la portada y quizá mucho más allá, mucho más atrás, en ese recoveco del cerebro donde los recuerdos se empujan para aflorar; después se transforman en palabras: «Estefanía», suele ser lo primero que dice, un nombre que muchos recuerdan, pues sus novelas del Oeste estuvieron si no en todas sí en la inmensa mayoría de las casas de la gente trabajadora de este país. El tiempo transcurrido desde los años dorados de aquellas novelas de quiosco, no ha velado el recuerdo de ese autor, aunque lo único que quede sea su apellido. Seguir leyendo »

MAR MENOR

Eres primavera irreverente,

soleada, permanente, de placer y de sosiego,

que refresca la brisa atrevida de Levante.

Inmensa Palus de salazón y trirreme,

Al-Buhayrat-al-Qsar de encañizada y paranza.

Mar Menor de sal precipitada y sudor de obrero,

de baño en el lodo y sombrilla en la arena,

de amores de verano y de amores para siempre,

de amaneceres lujuriosos sobre la orilla empapada,

de atardeceres ociosos entre añoranza y olvido,

de encuentros, reencuentros y despedidas.

Tesoro transparente

enturbiado de ambición y almas oscuras,

asfixiado de nitrato y corrupción.

Albufera asediada de ceguera y de ladrillo,

torturada en tu atávica hermosura.

Laguna avasallada en tu viveza ancestral.

Mar menorspreciado en tu homicidio alevoso.

Cementerio inducido.

Suspiran por tu suerte, que suerte suya también es,

Perdiguera y Mayor,

Gimotean, sin comprender, Redonda, Ciervo y Sujeto.

Y comparando su abandono con el tuyo,

en ruinas su historia, bajo el cieno la tuya,

desde la jara llora inconsolable y ajado San Ginés.

Sobre tus vastas praderas bajo el líquido anóxico

se extingue la fantasía del galopante del agua,

se consume el caballito entre la sucia tristeza

con la que gente sin alma verdea los campos exhaustos.

Se acumulan en tus aguas y en el cieno de tu fondo

huellas indelebles de tantos ojos cerrados,

de tantas gargantas mudas,

de tantas conciencias cómplices,

de corruptos y trileros, desalmados,

embaucadores, mentirosos y usureros,

delincuentes de corbata y mano larga.

Y en tus aguas y en tus playas también quedan,

emergiendo entre la costra de la muerte,

voces firmes, tantas veces denostadas,

que hace años se fundieron con el agua

y que claman junto al coro que reclama por la vida

de los seres que te pueblan y te nutren,

el tesoro transparente de tu historia

y el presente de tu eterna primavera irreverente,

soleada, permanente, de placer y de sosiego,

que refresca la brisa descarada de Levante.

Mar Menor,

no se rinde jamás el amor.

 

Esta es la entrevista que el pasado 17 de diciembre me hicieron en la radio de Lorquí, VOZ FM, en el programa El Bancal de los Artistas que dirige Cristóbal Terrer. Ricardo Robles y Raúl Gómez fueron contertulios de lujo

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