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Feria del Libro Murcia 2023. Caseta 46 (Editorial Pluma Verde).

Cientos de autores nos hemos dado cita en esta feria. Cientos de ofertas para el lector (además de las que proponen las grandes marcas como FNAC, El Corte Inglés o Casa del Libro, y librerías más modestas).

Dice Julio Llamazares que muchos de los que escriben y publican libros no son escritores. Para él, escritor es quien seguiría escribiendo aunque nunca publicara. Coincido con su opinión, pero como no soy quién para repartir etiquetas, hablo de autores.

Si un autor es conocido tiene parte del trabajo hecho: el lector va a buscar su obra y su firma. Si es desconocido, la tarea es intentar trasladar al público las bondades de la obra. Para ello, a veces, el autor va más allá de la sola presencia, explicación y firma. Ofrece (si ha encontrado hueco en el programa de eventos diseñados por la organización) una actividad que sirve de promoción de la obra en cuestión. Dos pabellones instalados en el mismo espacio que la feria acogen estas actividades de valor añadido.

Una de esos eventos es la charla que ofrezco sobre la novela del Oeste en la literatura popular, al tiempo que presento mi Trilogía del Oeste (Cuatreros del agua, Madera y plomo y Tumba de forajidos). Además de los técnicos de video y audio, en el local solo hay cuatro personas, es lo que tiene a) no ser famoso; b) no tener amigos ni familia en la localidad que vayan a hacer bulto. Lo bueno del asunto es que se retransmite en directo a través de Internet y eso significa alcance.

Aunque lo mejor de todo es lo bien que lo pasamos mi hermano y yo, ataviados como dos pistoleros del Viejo Oeste, caminando por delante de todas las casetas de la feria, pistola al cinto y rifle al hombro, atrayendo miradas curiosas, provocando sonrisas cómplices y comentarios de apoyo, llevando asa por asa una caja de madera con la palabra Dynamite impresa. En su interior tres cartuchos del explosivo más potente: libros.

Feria del Libro Murcia 2023. Caseta 46 (Editorial Pluma Verde).

Por lo general, el público lector que se pasa por las casetas de la feria suele ser amable y comprensivo con los autores, a pesar de que somos muchos los que tratamos de explicarles las bondades de nuestras obras. Es cierto que está el que siempre lleva prisa, quien busca algo en concreto y no está abierto a otras propuestas, el que argumenta ese no es mi género, e incluso algún arisco que se aleja con un no, no, antes de que el autor pueda abrir la boca. También está el que se presenta a la hora de cierre nocturno para interesarse por un libro, incluso con ganas de conversación a unas horas en las que el cansancio, después de muchas horas en pie, ya se nota en rostro y movimientos. En cualquier caso, la educación y el respeto suelen primar por encima de todo. Al menos eso es lo que yo he vivido en estos días.

Me ocurrió una anécdota curiosa, que no me resisto a contar. Madre e hijo caminan despacio, a dos metros frente a la caseta en la que me encuentro, cruzamos una mirada y ese primer contacto me da pie a invitarlos a que se acerquen, y para mi sorpresa lo hacen. La mujer me dedica una sonrisa amplia y amable. Ya que se han acercado, les digo, permítanme que les cuente de que van mis libros. Claro que sí, me alienta la mujer. Le hablo sobre El Remedio de Dios y sobre Esta será mi bandera. La madre toma un libro, el hijo el otro y leen la sinopsis, después conversan entre ellos: Pueden ser un buen regalo para la Navidad. Nos los podemos llevar, los guardamos y uno para… y el otro para… Tras unos minutos de intercambiar impresiones entre ellos y afinar sus planes, deciden comprar ambos libros. Cuando voy a firmar el primero se me ocurre decirle al joven: ¿Has leído alguna novela del Oeste? Puede ser un buen momento para comenzar. No, me dice él, y dirigiéndose a su madre añade: Al abuelo seguro que le gusta. Y suman a la compra Cuatreros del agua. También tengo poesía, ofrezco. Puede ser un buen regalo para papá, dice la madre, él lee poesía. El hijo asiente. Hojean Envido y suma y sigue. Estoy en mitad de la firma de El Remedio de Dios cuando se me ocurre seguir probando suerte: Por casualidad no tendrán un pequeño en la familia al que regalarle este álbum infantil ilustrado por una niña de cinco años, digo mientras les muestro un ejemplar de Sara y el algarrobo. Pues sí, dice la madre, y le echa un vistazo: Nos lo llevamos.

Lo que acabo de contar, obviamente, es un suceso extraordinario pero muy gratificante. Otros suelen ser de difícil clasificación. Primeros días de feria, muy próxima la hora de cierre nocturno. En la caseta de Taller de Prensa, contigua a la de Pluma Verde en la que me encuentro, Nuria del Monte está a punto de coger el paraguas que sirve de gancho para bajar las persianas (Emilio Tomás se encuentra en otra población trabajando en otro evento). El cansancio ya se percibe en los gestos y en los movimientos más lentos después de todo un día de pie. Un hombre se acerca y le pregunta a Nuria: ¿A qué hora cierra la feria? A las 21:30, responde ella. El hombre se muestra un tanto contrariado y dice: Seguro que ese horario lo han puesto los comunistas. La pobre Nuria apenas encuentra una respuesta a tal despropósito.

Esa anécdota nos da conversación y guasa para los días siguientes: Tiene razón el hombre, porque la feria debería permanecer abierta día y noche, ¿qué es eso de que los obreros tengan descanso? Bien podían dormir en el suelo de la caseta durante los diez días de feria para estar a disposición de lectores trasnochadores. Y encima se van a comer al mediodía, etc., etc. Y Emilio, que es un genio titulando, se le ocurre lo que podría ser el título de una novela, un relato e incluso de una película: El comunista de las 21:30.

FERIANTES

De izquierda a derecha: Emilio Tomás, Tomás Vte. Martínez, Nuria del Monte y Abel Martínez

Feria del Libro Murcia 2023. Caseta 46 (Editorial Pluma Verde).

En la caseta tengo a mi derecha a David, el editor, ocupado en ordenar libros, atender la caja registradora y darle unas caladas a un cigarrillo; a mi izquierda a Emilio Tomás y Nuria, de Taller de Prensa, con la mesa y los estantes repletos de buenos títulos, él también autor de la saga Equinoccio, atentos a los lectores que buscan determinado libro o que se dejan aconsejar por un incombustible Emilio, que además ofrece los que son de su autoría. Muestra una energía desbordante. No le falta nunca una sonrisa amable para con quien se acerca a la caseta.

Convivir muchas horas con Emilio y Nuria, no solo en la caseta sino compartiendo charla a la hora de la comida, me ha permitido conocer más de cerca la trastienda del «feriante» de libros, el modesto, el que tiene que hacerlo todo por sí mismo, el que debe multiplicarse y quitarle horas al sueño para que el escaparate de la caseta esté perfecto. Si hay ventas hay pan en la mesa y gasolina en el depósito del coche.

Su jornada, en estos diez días de feria, comienza a la seis de la mañana y puede acabar a la una o las dos de la madrugada. Recoger, conducir hasta su pueblo, preparar cena, arreglar cuentas, preparar para el día siguiente. A veces se desdoblan y Nuria acude con los libros a otro evento en otra localidad. A medida que pasan los día, a pesar de que la sonrisa se mantiene, el cansancio comienza a notarse en la cara.

Todo escaparate tiene su trastienda. Todo producto acabado guarda tras de sí procesos, tiempos, esfuerzos desconocidos para quienes observan el escaparate. Ya sea en estos mercado de libros que son las ferias o en el de cada semana en los pueblos y ciudades, la vida del feriante, del mercader, modesto es esforzada. Mis respetos.

LIBROS: Portadas

Feria del Libro Murcia 2023. Caseta 46 (Editorial Pluma Verde).

Vivimos en la inmediatez y la prisa. Un titular, una imagen, un eslogan es todo cuanto capta nuestra atención por un instante; al instante siguiente será otro titular, otra imagen, otro eslogan.

Más de ochenta casetas en la Feria, cientos de autores con una colección inabarcable de libros. Una portada singular, evocadora, relacional, juega un papel esencial. Lo he comprobado en mi «roalico».

Sara y el algarrobo, mi álbum infantil, ilustrado por mi nieta Sara, ha llamado la atención a muchas mamás que pasaban con sus criaturas, a unas cuantas abuelas y alguna que otra maestra de infantil. Una mirada al paso, detenerse, un comentario, acercarse a ojearlo… Acabo contándoles el cuento. Es una rareza ver impreso en la portada de un libro esos geniales dibujos que suelen realizar las niñas y niños de cinco años.

Por razones distintas, la Trilogía del Oeste (Cuatreros del agua, Madera y plomo y Tumba de forajidos), tiene el mismo efecto; en este caso porque sus portadas son evocadoras, fácilmente reconocibles y que enseguida transportan a aquellas novelitas que leían padres, abuelos e incluso la misma persona que esboza esa sonrisa melancólica al fijarse en ellas y que se acerca, al menos, a tenerlas en las manos como si con ese gesto rememorara espacios, tiempos y afectos.

La bandera republicana de la portada de Esta será mi bandera es el imán para cierto tipo de lectores. Descubierta, se acercan directos a coger el libro, darle la vuelta y leer la sinopsis. Solo después llega mi explicación para completar la información y que el lector decida si hacerse con el ejemplar o no.

Tengo al lado a Emilio Tomás, de Taller de Prensa, autor a su vez de la Saga Equinoccio (Editorial Pluma Verde), seis novelitas cortas, distópicas, cuyas portadas, obra del artista José Carlos Miñano, con el omnipresente ojo orwelliano, son un potente imán que hace detenerse a la gente, especialmente a los jóvenes, por lo que he podido comprobar a pie de Feria. Detenerse y fijarse es el primer paso para que el autor entre en acción.

Es el poder de las portadas.

Nuria del Monte y Emilio Tomás, autor de la Saga Equinoccio

Libros 1: Distopías

Días de Feria del Libro Murcia 2023 en la caseta 46 (Editorial Pluma Verde). La 47 es de Taller de Prensa (Emilio Tomás y Nuria del Monte). Compartimos un mismo espacio y eso me permite observar lo que ocurre en la sección de distopías que Emilio ha organizado. Y no dejo de sorprenderme ante el goteo continuo de jóvenes que compran 1984 (George Orwell, 1949), Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932), Fahrenheit 451 (Ray Bradbury, 1953), incluso El señor de las moscas (William Golding, 1954) o Yo, robot (Isaac Asimov, 1950), clásicos muy actuales.

Presumo en esas chicas y chicos mentes inquietas que buscan en esas novelas la crítica que sus autores hicieron en su momento al poder, los vaticinios sobre el desarrollo de la sociedad y las advertencias sobre lo que ocurría o estaba por venir. No resulta difícil establecer un paralelismo preciso entre aquel Ministerio de la Verdad (1984) y las actuales manipulaciones informativas de la realidad, o esa neolengua que vacía de contenido las palabras más necesarias. O el soma de Un mundo feliz, que anticipaba nuestra sociedad del ocio alienado y alienante. Cuando se encierra en la cárcel a titiriteros, se cancelan actuaciones porque atentan contra esto y lo otro o se censuran libros o contenido de los mismos estamos a un paso de alcanzar los 451 grados Fahrenheit. Ya ha ocurrido en la historia, más de una vez.

Pero ante el regocijo de descubrir tanta joven mente inquieta me asalta la duda. ¿Identificarán en la sociedad actual a quienes detentan el poder que esas novelas critican? El verdadero poder no lo ejercen los gobiernos, sino que vive en la sombra, no se presenta a las elecciones pero las condiciona a través de sus poderosos medios de desinformación, agitación y propaganda. ¿Sabrán esos jóvenes desechar a quienes, con el pelo revuelto o la barba cuidada, se presentan como antisistema cuando en el fondo son la apuesta del poder en la sombra para que ninguno de sus privilegios se vea, si acaso, mermado?

Sea como fuere, acudir a esos libros que inexorablemente les han de llevar a la reflexión es una buena noticia. Quizá no todo esté perdido.

PREGÓN FIESTAS PATRONALES 2023

PREGONERO: TOMÁS VTE. MARTÍNEZ CAMPILLO

(16.09.2023)

Decía Baltasar Gracián, jesuita y escritor del siglo de Oro, que «Lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo, si poco, no tan malo».

Voy a intentar ser breve, a lo de bueno no me comprometo.

Vamos allá.

El acto que esta noche celebramos quizá sea el más deslumbrante en el calendario festivo de nuestro pueblo, tanto por lo que representa, como por la formalidad del mismo y por la afluencia de público. Mi próximo libro lo presentaré aquí. Hay más gente que en la biblioteca.

En este tipo de eventos es norma que el orador inicie su intervención saludando a las más altas autoridades asistentes. Vaya, por tanto, en primer lugar, mi saludo para todas las personas que conformamos el pueblo de San Miguel de Salinas. La soberanía reside en el pueblo, dice nuestra Constitución, y siendo el pueblo el soberano, nos cabe a cada uno de nosotros y de nosotras ostentar la más alta autoridad.

Mi saludo y enhorabuena para las niñas y para las jóvenes sobre las que este año recaen coronas y bandas, y con ellas la representación de todas las personas de San Miguel en estas fiestas patronales. Quizá no pase demasiado tiempo hasta que veamos también a los niños y a los chicos jóvenes luciendo bandas y compartiendo esa representación a la par de ellas, como ya ocurre en otros lugares. Todo se andará.

Saludo a los concejales y concejalas de nuestro Ayuntamiento, hombres y mujeres que hemos elegido para que nos representen en la empresa más importante de nuestro pueblo y de la que todas y todos somos socios.

Y en esta pirámide invertida de autoridades, saludo en último lugar a nuestro alcalde.

Bien empezamos, ¿verdad, Juan de Dios? El último de la lista.

Y tú, ¿pa qué me invitas?

Aunque ya puestos… Alcalde, seguro que alguna vez habrás leído o escuchado el versículo 20:26 de Mateo: «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor». O el hermoso concepto del poder que regalaron al mundo los rebeldes zapatista de Chiapas en los años noventa del siglo pasado: «Mandar obedeciendo».

Pues ya sabes, si así lo hicieres, te querremos un poquito más. Lo del voto, ya si eso…

Buenas noches a todas y a todos, bienvenidas y bienvenidos. También a quienes venís de otros lugares y os convertís en sanmigueleros por unos días.

Es un honor para mí ser el pregonero de estas fiestas patronales 2023. Gracias, Nerea, concejala de Fiestas, por ofrecerme este privilegio.

Un privilegio que, lo confieso, me habría gustado ejercer en el Paseo, ese espacio tan nuestro que durante casi 300 años ha sido lugar de encuentro de las sanmigueleras y sanmigueleros, desde aquellas once familias que en 1727, en terrenos de la iglesia, construyeron sus viviendas alrededor de esa plaza, entonces de tierra, que ya se haya llamado de Campoamor, de don Antonio de la Fuente, de Ángel Alcaraz o de la Libertad, ha preservado el sobrenombre de El Paseo.

Cuánto que jugamos algunos al marro, hace ya unos cuantos años, en aquel Paseo recién remodelado, con su templete y sus muros revestidos de piedra del cabezo… A ver, que el de ahora también está «mu bonico»: piedra, hierro, madera, su cascada de agua, los chorros que salen del suelo refrescando los calores del verano… Venga, echadle un poco de imaginación.

«Marro amarrao con pan y tomate que no me se escape», decíamos muy deprisa cuando le echábamos mano a alguien del equipo contrario. Carreras, estrategias, más carreras; bañados en sudor acabábamos ya fuera invierno o verano, pero habiendo disfrutado durante unas horas en ese céntrico lugar custodiado por la iglesia parroquial, origen esta del Lugar Nuevo de la Parroquia de San Miguel Arcángel, primer enclave colonizador que tuvo éxito en el Campo de Salinas en el primer tercio del siglo XVIII, y que hasta hace no muchos años era conocido y nombrado simplemente como La Parroquia.

Por cierto, el próximo 25 de octubre se cumplen 300 años de la conversión en parroquia de la iglesia: tal día del año 1723, el muy ilustre cabildo de la santa iglesia de Orihuela erigió la iglesia en parroquia y acordó la asignación de un cura y la de un vicario que lo ayudase. Así lo recoge José Montesinos en su Compendio Histórico Oriolano a finales del siglo XVIII.

Más allá de creyentes o no creyentes, el hecho histórico es que en la iglesia institución y en la iglesia templo se encuentra el inicio de ese camino que a lo largo de tres siglos nos ha traído hasta aquí.

Se resiste a perder su primacía

y levanta su cúpula hacia el cielo,

anclados sus cimientos en el suelo,

orgullosa, la iglesia, todavía.

Dicho esto, reconozco que me gusta el escenario de esta fiesta de coronación, este futuro espacio cultural con el nuevo auditorio, la nueva biblioteca, el museo etnográfico… ¿verdad, Óscar? Vale, sé lo que algunos estáis pensando, pero por soñar todavía no nos cobran.

Un espacio este que me trae buenos recuerdos de infancia, seguro que a muchos de vosotros también. Libre de cualquier edificación, fue territorio de juegos: la raya y el colón, con bolas primero y cristalejas después (chinés para los más afortunados); los tejos (el que lo tenía de plomo o hierro era el rey); el rolde, con rompes o perrogordos; el ajo… Pero, sobre todo, el fútbol.

Este era nuestro campo de fútbol. Muchos lo recordaréis, habéis jugado aquí. Ya lo había sido años atrás para los míticos Diablos Rojos. Yo estaba deseando acabar los deberes para correr hasta aquí e intentar que me escogieran. Tico, taco, tico, taco, monta y cabe; a elegir para formar equipo. A mí, si me elegían, era de los últimos, porque por más voluntad que ponía, mover el balón no se me daba bien.

Por cierto, un chascarrillo, atribuido al tío Manzano viejo, dueño en su día de este terreno, decía:

Siendo el Prado todo mío,

el fútbol y la yesera,

me veo sin un duro

y durmiendo en la pajera.

En fin, lo de menos es el lugar, lo importante es el encuentro entre las personas, y si es para disfrutar, pues mucho mejor.

No sé en vuestras casas, pero en la mía somos más de Reyes Magos que de Papá Noel. De los Reyes Magos de los regalos, claro (bueno, también nos apuntamos a las sorpresas de la Nochebuena). ¿A quién no le gusta seguir disfrutando de esos momentos mágicos? Pues bien, los reyes de este año 2023 me hicieron un curioso regalo: un libro con las páginas en blanco para que yo las rellene contándole mi vida a mis nietas. Me pareció un regalo genial. Creo que todos los abuelos y abuelas deberíamos dejar escrita nuestra historia a nuestros nietos y nietas. Cuando nos faltan los abuelos —ocurre también con los padres— nos damos cuenta de que no les habíamos preguntado lo suficiente teniéndolos en vida.

El libro que me regalaron se titula Abuelo, cuéntame de ti (yo le he cambiado el título por el de Érase el abuelo, que parece más de cuento). Así que durante semanas he buscando en mis propios recuerdos y en los recuerdos prestados. Entre esos recuerdos prestados está el de mi nacimiento:

Es jueves, 12 de diciembre. Año 1957. Ya bien entrada la madrugada, la Carmen del tío Vicente el Gorrión se pone de parto en la sala de la casa de la tía Mosa, en el campo. Un cielo sin estrellas descarga un aguacero, se suceden ensordecedores truenos, y sobrecogedores relámpagos iluminan una noche demasiado oscura. Bajo el paraguas, el Tomás de la Mosa aprieta el paso por el camino embarrado hacia el pueblo en busca de la comadrona. La mujer, como puede, se quita el sueño de los ojos, se protege con lo que tiene a mano y se echa a la tormenta dispuesta a cumplir con su tarea.

Visto desde el presente parece toda una epopeya, ¿verdad? Pues era lo que había entonces.

De las 2.164 personas censadas en el término municipal de San Miguel de Salinas en 1960, 507 (la cuarta parte de la población) vivían diseminadas en 71 fincas rurales.

Viví en el campo hasta los ocho años y, como algunos o muchos de los que estáis aquí esta noche, me alumbraba con candil, velas o carburo (la lámpara de butano fue todo un avance). Bebía agua del aljibe apartando con la mano los gusarapos, comía pan del que mi madre o mi abuela hacían en el horno, el cuarto de baño eran las palas (por la noche, el jarrico); la ropa se lavaba en la pila y se tendía en la soga, amarrada de árbol a árbol; se cocinaba a la lumbre o al carbón, y la cocina baja era la calefacción del invierno. Eran tiempos en los que…

A la una canta el gallo,

a las dos la tutuvía,

a las tres el ruiseñor,

a las cuatro ya es de día

y a las cinco sale el sol.

Acababa yo de cumplir ocho años cuando abandonamos el campo y nos vinimos a vivir al pueblo. El éxodo del campo al pueblo ya era imparable. Estrenamos una casa barata en la Nochebuena de 1965. Para mí el cambio fue espectacular: casa nueva, con taza de váter, lavabo, ducha. Aunque lo más asombroso era que dándole a una llave se encendía una luz, ¡y había una en cada habitación! Tampoco era necesario ir al aljibe a sacar agua, se abría el grifo y salía toda la querías, y sin gusarapos. Las cuarenta viviendas del grupo Jorge Juan fueron las primeras casas del pueblo con agua corriente.

En pocos años, como en la mayoría de las casas, disfrutamos de calentador de agua, nevera, lavadora, televisor (en blanco y negro y con dos cadenas, que a las doce de la noche echaban el cierre con la Carta de Ajuste).

A poco que nos detengamos un momento a reflexionar nos daremos cuenta del brutal cambio que mi generación ha experimentado en las condiciones de vida en un corto periodo de tiempo, si lo comparamos con el tiempo histórico.

Supongo que a estas alturas, la mayoría ya sabéis que escribo libros, incluso algunas personas me habéis leído (los demás ya estáis tardando).

Y es aquí en San Miguel donde vengo escribiendo mi libro más importante, el de mi vida. Este es el escenario y aquí están los personajes. También he escrito algunos renglones, aunque sean torcidos, de nuestra historia colectiva como pueblo, ya sea como maestro, en el movimiento vecinal y ecologista, desde el ámbito político o desde el propio Ayuntamiento. Y espero que todavía me queden muchas más páginas por llenar, por la cuenta que me trae.

Algo he contado ya de las primeras páginas; en las siguientes me veo en verano recorriendo nuestras calles siendo un mozuelo, por la mañana, montado en bicicleta, vendiendo los higos de pala que llevaba en una caja en el portaequipajes, siguiendo la estela de mi abuela Mosa, que antes lo hizo caminado y con los higos en un capazo de esparto; y la de mi madre después, que vendía de casa en casa la leche de las cabras que mi padre pastoreaba con el ganado de Alfonso de la Escribana. Cualquier cosa para ayudar a la raquítica economía familiar.

Poco tardaría yo en recorrer con más asiduidad, sábados y vacaciones, las calles de San Miguel acompañando a mi padre en su papel de Tomás el Cartero (por las tardes era Tomás el Zapatero). Aprendí no solo los nombres de las calles, sino también nombre y apellidos de los moradores de cada casa. Carta en mano bajaba yo el picaporte de la puerta (la que estaba cerrada es porque nadie había en su interior), la entreabría e imitando a mi padre alzaba la voz para llamar la atención: ¡El cartero!

Me llevaba de la entrega una sonrisa y el agradecimiento de quien recibía noticias del novio, de un hijo, de una hermana, de una amiga.

El cartero era entonces un personaje muy popular.

Ahora, el correo electrónico, aun siendo más rápido, es demasiado frío.

Cada tiempo, lo suyo.

En los campos de San Miguel, unas veces con mi padre, otras con mi madre, según la ocasión y la época, recolectaba caracoles, espigaba almendras, recogía cartones y botellas de cristal, material para vender, pues cada peseta era necesaria para sobrevivir.

En cuanto tuve edad, los veranos se convirtieron en tiempo de trabajo a jornal en la recogida de almendra y garrofa. Primero con los Trafalgares —Juan, Paco, Ramón—, durante dos años en la Gineseta y Los Infantes. Desde los dieciséis con Fausto por la mayor parte de las fincas del término municipal. Jornales del verano para sostener los estudios durante el curso siguiente. La beca daba para lo que daba.

Almendros y algarrobos…

Un paisaje que se pierde,

del que apenas quedan restos,

islas desvaídas, territorio en regresión.

Queda el eco en la memoria

del vareo, de la cofa, del telón,

de los piojos, de la charla, del vale,

del almuerzo, del botijo y del calor.

Del jornal,

que será estudios, que será pan.

En esas páginas de mi vida hay un nombre subrayado (hay muchos, claro), el nombre de un maestro: Don Luis, don Luis Mateo Alarcón. Los de mi generación lo recordaréis. Él me abrió camino hacia los estudios. «Tomás, le dijo a mi padre un día que hizo por verlo en la calle, tu chico vale para estudiar». Mis padres no lo dudaron, se privarían de lo que fuera necesario para que yo pudiese estudiar (después también lo haría mi hermano).

Qué importantes son en nuestras vidas algunos maestros, ¿verdad?

Años después, siendo yo estudiante de Magisterio (quizá ya hubiese acabado la carrera), tuve algún debate con don Luis, incluso en las páginas de algún periódico, ideológicamente estábamos en posiciones muy distintas, y sin embargo, nunca dejé de profesarle el respeto y agradecimiento de un alumno a su maestro.

Un respeto que yo mismo percibo en muchos de quienes han sido mis alumnas y alumnos durante los 34 años que he ejercido en San Miguel, primero en el Padre Joaquín Baches, después en el Gloria Fuertes y los últimos casi veinte años de profesión en el IES los Alcores. Quizá porque mi objetivo fue siempre tratar de ayudarles en su crecimiento integral como personas, proporcionándoles las herramientas necesarias para entender el mundo en el que viven, con mis aciertos y errores, pero siempre desde el respeto a su ser de niños, a su ser de adolescentes.

Me lo he anotado todo en el haber, en el debe que anoten otros.

Sin lugar a dudas, no soy solo sanmiguelero de cuna, sino también de vida. Una vida que he procurado vivirla aportando a lo común con el único afán de mejorar la colectividad que, de una u otra forma, todas y todos constituimos, con nuestras diferencias y nuestras complicidades. Por eso mi implicación ya desde hace muchos años en el movimiento vecinal a través de la Asociación de Vecinos (no se entendería la vida local de los últimos 45 años sin el desempeño de la Asociación); después en el ámbito político, lo que me llevó a ser concejal durante dos legislaturas. Y cómo no en el movimiento conservacionista, donde la lucha por la protección de sierra Escalona ha sido muy importante en las últimas dos décadas. Si hoy Escalona es Paisaje Protegido de la Comunidad Valenciana, se debe al esfuerzo organizado de muchas personas, que seguimos trabajando para verlo declarado Parque Natural.

¡Qué buena idea, Nerea, esos dos búhos que nos reciben a la entrada del pueblo significando a San Miguel como una puerta a la sierra!

Es imprescindible cuidar el medio ambiente que nos rodea. Por muchos avances tecnológicos que tengamos al alcance de la mano, la base de la vida es la naturaleza: agua, aire, suelo, materias primas, seres vivos… Y la cosa no pinta bien. Hace ya años que las señales de alarma se suceden, pero la mayor parte de la gente sigue bailando sobre la cubierta inclinada del Titanic mientras el barco se hunde.

Nuestras hijas y nietos se merecen que lo hagamos mucho mejor, y no solo con el medio natural. Tengamos siempre presente ese proverbio indígena que nos recuerda que «LA TIERRA NO ES UNA HERENCIA DE NUESTROS PADRES, SINO UN PRÉSTAMO DE NUESTROS HIJOS».

Os animo, pues, a implicaros en asociaciones, clubes, peñas, sindicatos, comparsas, movimientos políticos… Con el esfuerzo de todas y todos haremos San Miguel un poco mejor cada día, con menos desigualdad social, más integrador, más respetuoso con las personas de distintos credos, origen, color de piel, orientación sexual, ideas, lenguas… La diversidad es de lo más valioso que poseemos como especie y como sociedad. El límite de ese respeto lo marca el cumplimiento de los derechos humanos. Si así lo hacemos seremos, sin duda, un poco más felices.

Llegado a este punto, quiero llamar la atención sobre el pueblo que ahora somos, fruto de lo que fueron nuestros padres, nuestros abuelos y las generaciones que nos precedieron. Compartimos con ellos un territorio común en un tiempo diferente, pero también, seamos conscientes o no, todo un conjunto de productos culturales, tanto materiales como inmateriales, rasgos distintivos de nuestra singularidad como sanmigueleros y sanmigueleras, que en la medida en que los tengamos presentes acentuarán nuestro sentido de pertenencia a este lugar y a esta comunidad y nos facilitará, a su vez, ser pueblo acogedor para quienes vengan de otras latitudes a visitarnos o a convivir con nosotros.

En 1995, siendo concejal de Cultura, tuve la suerte de recorrer el término municipal de San Miguel acompañando al entonces arqueólogo de Guardamar, Antonio García —que la tierra te sea leve, amigo—, inventariando, por encargo de la Generalitat Valenciana, los restos de diversos elementos etnográficos: aljibes, hornos de yeso, cucos, caleras… Este hombre me aportó las claves científicas necesarias para interpretar lo que yo ya intuía: el valor de los restos olvidados de la vida de nuestros predecesores.

El éxodo del campo al pueblo, la mejora en las condiciones de vida, los avances tecnológicos eclipsaron lo que dejábamos atrás.

– Ahí está resistiendo en pie la torre del molino, superviviente de los cinco que existieron, testigo de cuando el cereal se extendía por los secanos del Campo de Salinas.

Lejanos en el tiempo los laureles

quedaron de molienda, cena y vino.

Tristes lloran las ruinas hoy su sino

sin las aspas vestidas con sus pieles.

Las cuevas nos hablan del origen humilde de sus habitantes, de la necesidad de un techo, por precario que sea, para formar una familia o para darle cobijo; del deseo de unirse a esta comunidad, de técnicas constructivas, de nuestra historia urbana.

Horadadas por el pico y el sudor

en las rocas compactas y arenosas,

envejecen, todavía hoy hermosas,

las cuevas que picaron el amor.

– Las canteras y hornos de yeso, exponentes de una industria artesanal que dio de comer a muchas familias y que hoy, esos huecos que forman parte del paisaje, evocan la dureza y peligrosidad del trabajo.

Un hombre rudo, seco y valiente,

colgado en el vacío, de una soga,

necesidad obliga, el miedo ahoga,

se enfrenta, rostro lechoso, hoy a la muerte.

– Los aljibes, pozos, balsas de tierra y cenias describen como libro abierto el ingenio de quienes decidieron vivir en estos secanos, al capricho de la climatología, y debieron idear formas para proveerse de agua.

Empapado este campo tan sediento

con savia de la Cenia del Manzano

alumbró a muchas bocas su alimento.

Llora hoy la Castellana, pozo hermano,

y lanza la Escribana su lamento.

¡Que el grito de las Cenias no sea en vano!

– La red de caminos que unieron caseríos dibuja todavía hoy un mapa preciso de la geografía humana rural en tiempos pasados.

Calzada romana,

veredas de ganado,

caminos rurales:

redes de la memoria,

huellas en el espacio, en el tiempo indelebles.

El ruido acompasado de la marcha de las legiones,

el silencio triste del exilio morisco,

el balido de las ovejas, el ladrido del perro,

el silbido de los pastores;

las abarcas desgastadas de los campesinos,

las coplas alegres de las jornaleras,

el repiqueteo de los cascos de una mula,

o del caballo, que lleva al médico en la madrugada

a la casa del enfermo, de la parturienta;

o al cura a la cama del moribundo.

El rechinar de las ruedas del carro

mientras duerme sobre el pescante el carretero.

Caminos y caminantes.

– Y cómo no esas palabras tan presentes en el habla de nuestros padres y abuelos, que desgraciadamente cada vez se escuchan menos. Inexistentes para las nuevas generaciones. La escuela y los medios de comunicación nos han acercado a un uso de la lengua hablada más normativo, y eso está bien. Pero debemos reconocer que nuestros padres y abuelos no hablaban mal; hablaban a su manera, tan digna como cualquier otra, sosteniendo la herencia de siglos desde que catalano-aragones repoblaron estas tierras a principios del siglo XIV y dejaron en el habla coloquial palabras de su hermosa lengua. Palabras con connotaciones propias, riqueza cultural en definitiva.

+ ¿Qué padre lleva ahora a su niño a cazar gamburrinos al oscurecer?

+ ¿Qué ha sido de los morsiguillos? En las noches ya solo vuelan murciélagos.

+ Poca gente quedará ya que quite las taratañas en casa, en todo caso quitará telarañas.

+ Hay viejos y viejas de caminar ágil para su edad, ¿queda alguno restollero?

+ Hubo un tiempo en que nos agrunsábamos en agrunsaeras, ahora la chiquillería se columpia en columpios (al menos nos queda La Agrunsaera del IES Los Alcores).

+ El viento ya no levanta polsagueras, sino polvaredas.

+ Silbar se ha impuesto a xiular.

+ La niebla ya no nos deja ver la boria.

+ Aunque sea parecido, no es lo mismo rebuscar en un cajón que escarcullar.

+ Quizá alguien conserve todavía una marraja en su casa.

+ Ya no buscamos cosas en la oscuridad a palpontes.

+ Los globos han desterrado a las bufas.

+ Resbalarse parece más fino que esfararse, aunque el efecto sea el mismo.

+ Por fortuna, eso sí, los calbotasos ya se propinan menos.

Cada edificio público, cada escaparate de un comercio local debería lucir una de esas palabras. Usémoslas, forman parte de nuestra herencia cultural.

Son unas cuantas, bien los sabe el Corrina, que las ha recopilado en su Diccionario Sanmiguelero. Gracias, Joaquín. También por ese extenso archivo fotográfico, Gentes y Lugares de San Miguel de Salinas, que has creado con la complicidad de mucha gente, y el empuje de mi buen amigo Miguel Alarcón.

Costumbres, tradiciones, festejos, gastronomía (las habicas tiernas hervías con hinojos, la ensalaica de lisones, el arroz y conejo con serranas, o las pelotas que en muchas casas serán la comida del día de San Miguel y de Navidad), elementos materiales e inmateriales que conforman parte importante de nuestra cultura sanmiguelera.

Como esas cancioncillas y breves trovos que algunos ingeniosos predecesores inventaban sobre sucesos cotidianos cuando no había pantallas con las que entretenerse:

Todos los caracolitos

viven por el interés

llevando su casa a cuestas

pa no pagar alquiler

Cantaba Inocencio Alarcón, padre del Maique.

Y Dolores Sáez, la Enterraora, recitaba:

Aquí me encuentro adornada

con estos ramos de flores,

me llaman la Enterraora,

pero mi nombre es Dolores.

El Tío Roque de Lo Catalán le cantaba a su cuñado el Tempranillo, que se había ido a vivir al alto de Vistabella:

Válgame Dios, Tempranillo,

dónde has venío a parar,

a la esquina Vistabella

a ver los carros pasar.

La Carmen la Nana se metía mucho con el tío pastelero. Un día le cantó:

Si los tontos alumbraran

como alumbran los faroles

estaría San Miguel

lleno de iluminaciones

Al tío Corro también le gustaba mucho cantar y así le cantaba a las chicas de la Enterraora:

Aquí me pongo a cantar

a la sombra de la luna.

De cinco chicas que son

yo me he de casar con una.

La María tiene novio,

la María no me querrá,

me caso con la Josefa

si su madre me la da.

Toda esta riqueza cultural, que lo es, debemos preservarla. Nos lo debemos a nosotros mismos, pero también a quienes trazaron el camino que ahora transitamos.

Todavía estamos a tiempo de fortalecer nuestro vínculo con los que fueron antes de ser nosotros. Es responsabilidad de todos, pero especialmente de nuestros representantes políticos que deben liderar e impulsar este encuentro entre presente y pasado, pues ahí está la esencia de los sanmigueleros y sanmigueleras, y la base sobre la que se sustenta el futuro de nuestros sucesores. Ojalá seamos capaces de legarles algo interesante.

He dejado para el final, tal y como hago en mis libros, el capítulo de…

AGRADECIMIENTOS

Gratitud que quiero expresar, en primer lugar a mis padres: la Carmen del tío Vicente el Gorrión y el Tomas de la Mosa. Hicieron un gran esfuerzo para que, a pesar de la escasez de medios, primero yo y después mi hermano, pudiésemos estudiar. Y muy orgullosos que se sintieron. Solo ellos saben de cuánto tuvieron que privarse. Algunos os reconoceréis también en estas palabras.

De mis padres aprendí unas cuantas cosas, ente ellas el valor de la honradez y el gusto por el trabajo bien hecho. También el respeto por la naturaleza. Y aunque ya hace años que cumplieron su ciclo vital, aquí siguen conmigo los dos, en mis recuerdos y en los genes que me trasmitieron.

Con la hoja de una caña

hizo mi madre un barquito.

Un beso me dio en la cara

y me nombró capitán.

Al timón de mi velero

imaginé navegar

en busca de tierra extraña

en la pila de lavar.

Ahora que ella no está

hago los barcos yo.

Por el beso que me dio

sigo siendo el capitán.

Abel, hermano, qué sería de mí sin saberte ahí tan cerca, tan accesible, un apoyo resistente, permanente. Qué lujo contar contigo. Gracias. Abel, Inma, cuidaos. Os quiero.

Mercedes, Manolo: Llevamos toda una vida juntos en las mismas luchas, sufriendo las mismas derrotas y celebrando alguna que otra victoria. Vivimos en la misma calle, casa con casa… Cuento a Abraham más como hijo que como sobrino.

Y qué sería de cada uno de nosotros sin nuestras amigas y amigos. Hace años tuve la suerte de conocer a buena gente: una maestra, un cura y un grupo de jóvenes, otros no tan jóvenes. Convivimos, nos formamos, nos comprometimos con nuestro pueblo y su gente, y estrechamos lazos de amistad, amistad que entre un grupo de nosotros ha permanecido a lo largo de los años. Otros amigos y amigas vinieron después. Gracias a todos por compartir conmigo el camino. Aunque no os nombre, vosotros sabéis quiénes sois. Os quiero… También a ti, Maite, donde quiera que tus átomos estén.

Todo mi amor para mis nietas, Sara y Olivia, pues aunque vosotras no lo sabéis, juntas vamos ganándole la partida al espejo de mi casa. El espejo insiste, pero gracias a vosotras, a vuestras risas, todavía no ha logrado convencerme.

A mi hija Evelyn y a mi hijo Arturo. Lo más extraordinario que me ha pasado en la vida ha sido veros nacer y crecer (y ver jugar a Messi, claro; y que me perdonen los de los otros equipos). Por fortuna os sigo teniendo muy cerca y disfrutándoos cada día. Qué deprisa habéis crecido, bandidos.

Eve:

Fuiste el primer Sol que vi nacer;

hermosa luz

en tu amanecer.

Eterno siete de abril.

La niña que fuiste un día,

porque el tiempo así lo manda,

viste ahora de mujer.

¡Nunca dejes de ser niña,

niña mía, mi Evelyn!

Arturo llevas por nombre,

Rey mítico y justiciero.

Travieso como el primero

Un niño ayer, un hombre hoy.

Regalo de risas y besos.

Ofrenda de abrazos tiernos.

Hace casi cincuenta años, un sábado, quizá un domingo, yo salía del reservado del Café Mínguez (el bar de Maniso, para entendernos), la chica menor del Manolo el Barrenas y la Josefa de la Enterraora entraba con las amigas.

Fue la primera vez que me fijé en tus ojos, María José, y en tu sonrisa, y en el atractivo que desprendías, el que todavía sigo viendo en ti. Y aquí seguimos juntos.

Vivimos las floreadas primaveras

dE un tiempo que, aunque agreste, prometía

Incontables bonanzas venideras

eN las nutridas campiñas de Utopía.

Tomamos a la par rumbo hacia un norte,

sIn arriar la bandera de combate,

Donde el Sur tinta de verde el horizonte,

dOnde el agua de la vida tenaz bate

Sin pudor las más férreas voluntades.

Gracias, María José, por dejarme caminar a tu lado y hacerme mejor cada día. Sabes que nací dos meses después de que los rusos pusieran en órbita el Sputnik, y algo debió de influirme porque desde entonces no he bajado de las nubes, y la cabeza siempre la he tenido, y la sigo teniendo, llena de pajaricos. Menos mal que tú me haces aterrizar de cuando en cuando. Te quiero.

Y llegamos el final de este pregón. Muchas gracias por vuestra paciencia y atención. La fiesta es la fiesta, ya sean las patronales como si es un cumpleaños, una comida en el campo con los amigos o un viaje con la familia; festejar abre un paréntesis en la rutina diaria, aparca por unos días o por unas horas problemas y preocupaciones, nos recarga de energía para seguir adelante, así que os animo a vivir las fiestas como si no hubiera mañana… por si acaso no lo hubiera.

Por sierto, no olvidarse de pasar por los puestos de los garbanseros y comprar la pesá. Que no falten los garbansos torraos, las avellanas, las pelaillas, las almendras rellenas, el purico de dulse y, ende luego, una milhoja. A los chiguitos y a las chiguitas llevarlos a haserle una afotico con el caballico o agrunsándose en la agrunsaera, que los hermanos Baesa os están esperando una miaja más pallá, y unos años más patrás. Y a la hora señalá que tol mundo acuda a bailar a la verbena, que disen que hay un conjunto mu güeno.

Ahora sí, para cerrar el pregón, os pido que gritéis conmigo esas tres palabras que son un reconocimiento a los sanmigueleros y sanmigueleras, un tributo al espacio que compartimos y a la memoria de quienes antes lo hicieron, y para los creyentes una muestra de devoción al arcángel… ¡VIVA SAN MIGUEL!

UN VAGALUME

Feria del Libro de Valladolid, viernes nueve de junio de 2023, siete y media de la tarde. Estoy conversando con lectores y firmando ejemplares de mis libros en la casete 34, Taller de Prensa, junto al incombustible y osado Emilio Tomás, aunque sin quitarle ojo al móvil, pues espero mensaje o llamada de María José (mi pareja), que guarda turno en la cola que ya se va formando ante la mesa en la que el escritor Julio Llamazares firmará sus obras. En una bolsa de papel de las que obsequia la Feria guardo Vagalume, la novela que acaba de publicar. En otra bolsa espera destino mi Trilogía del Oeste: Cuatreros del agua, Madera y plomo y Tumba de forajidos. Este último, al fin, tras días de retraso, me lo he encontrado en la caseta de Emilio; toda una alegría.

Por fortuna, el público vallisoletano que visita la feria se lo toma con calma, camina sin prisa deteniéndose ante las casetas, es amable, acepta de buen grado las explicaciones que damos los autores; el flujo es constante pero no denso. Sigo pendiente del teléfono mientras converso con la gente que se interesa por alguno de mis libros, también observo con cierta sorpresa a los numerosos jóvenes que preguntan (y compran) por las distopías clásicas: 1984, de George Orwel; Fahrenheit 451, de Ray Bradbury; y Un mundo feliz, de Aldous Huxley; qué curioso y esperanzador.

Acaba de llegar, dice el mensaje que aparece en la pantalla del móvil. Sin dilación, agarro ambas bolsas y salgo a la carrera de la caseta. María José es la tercera en la fila, ocupo su lugar. No dura mucho la espera, aunque se me hace larga. Al fin me sitúo frente a un escritor que es un referente para mí desde que leí La lluvia amarilla y Luna de lobos.

Hola, Julio, mi nombre es Tomás, digo al tiempo que le ofrezco el libro para la firma. Ha sido para mí una alegría, continúo cuando apenas ha levantado la cubierta del libro, saber que en Vagalume rindes homenaje a aquellos escritores de novelas del Oeste de la posguerra. Así es, me confirma al tiempo que levanta la vista de la hoja todavía en blanco. Yo también les he rendido mi modesto homenaje, le digo al tiempo que saco mis tres novelitas de la bolsa y se las ofrezco, con estas tres novelas que evocan a las de aquella época y que quiero regalarte. Las coge y las observa, y veo en la expresión de su cara lo que tantas veces llevo viendo en las muchas personas que se interesan por mis novelas del Oeste: un esbozo de sonrisa nostálgica entremezclada con la sorpresa de encontrar algo que ya parecía olvidado. La primera novela que yo escribí, me dice Julio mientras las guarda en una bolsa, era del Oeste; la envíe a la editorial Bruguera y al tiempo me contestaron que yo era demasiado joven todavía para publicarme; las leeré, a ver qué tal.

Si esos momentos fueron entrañables, cuando de vuelta a la caseta leí las palabras que Julio me había dedicado en su libro, mi satisfacción fue enorme. «Para Tomás, un vagalume como los de esta novela. Con mi amistad». Vagalume (lumbre que vaga) es una palabra gallega, también portuguesa, que significa luciérnaga. En su novela, Llamazares la utiliza como «una metáfora perfecta de lo que significa escribir: somos como luciérnagas en la noche». Un vagalume es un escritor. Nunca una dedicatoria me ha llegado tanto.

HERMOSA ANÉCDOTA

Extraña coincidencia, sincronismo, renglón que escribe el destino, anécdota curiosa. El nombre es lo de menos. Lo que cuenta es el hecho. Sucedió ayer, en El Paseo, y fue hermoso. Tres personas habíamos quedado para hablar de esas fotos en blanco y negro que cuentan fragmentos de nuestra historia como pueblo, un mundo tan próximo en el tiempo y tan lejano en nuestra acelerada modernidad. Nos congregamos en el banco de falsa madera junto al falso estanque prometido y misteriosamente siempre seco. Más cómodos estaríamos sentados a una de las mesas del Jota, dijo alguien, y allí nos dirigimos. Una mesa contigua estaba ocupada por dos señoras mayores que, al parecer, merendaban allí. Dos turistas, pensé.

Conversábamos los tres sobre las viejas fotos, sobre los orígenes del pueblo, sobre cuándo la iglesia cambió de campanario; salió a relucir el siglo XIX, las primeras cuevas, el mil ochocientos y pico. De pronto, una de aquellas mujeres de la mesa contigua se levantó, vino hasta nosotros y con mucha educación y «el atrevimiento que me dan las canas» se disculpó por inmiscuirse en nuestra conversación, pero al oírnos hablar del siglo XIX no podía dejar pasar la ocasión. Nos dio su nombre: Noemí, y el de la otra mujer: Estela, prima suya, que también se acercó a nuestra mesa. Eran uruguayas, bellas damas las dos por más que peinaran canas. Estela llevaba cuarenta años viviendo en Holanda. Noemí un par de décadas en Barcelona. Estaban en El Paseo esperando un taxi. Habían venido a San Miguel siguiendo el rastro de sus antepasados, pues sabían que en la iglesia parroquial se casaron sus bisabuelos en mil ochocientos setenta y tantos. Habían visitado el cementerio y revisado cada lápida tratando de encontrar algún ascendiente; y en homenaje a esos antepasados entonaron los versos de Serrat de su canción Pueblo Blanco: «Pero los muertos están en cautiverio / y no nos dejan salir del cementerio».

Noemí y Estela nos confesaron que su viaje a San Miguel lo daban por bueno al margen de lo hallado; pisar la tierra de sus ancestros ya era recompensa suficiente. Les aportamos fuentes de información sobre el pueblo que se pueden encontrar en Internet, intercambiamos correos y teléfonos, nos emplazamos a volver a vernos aquí en el pueblo cuando aquello que nos había congregado a las tres personas en el paseo (la cuarta estaba enferma) viera la luz.

El taxista llegó y las apremió a marchar; las dos mujeres lo hicieron de mala gana, muy satisfechas por los minutos que habíamos compartido, pesarosas por no habernos encontrado mucho antes y haber tenido la oportunidad de conversar largo y tendido. Se les notaba un intenso deseo de conocer pormenores de nuestro pueblo. Tejimos lazos invisibles en apenas unos minutos, lazos que nos unen con una historia común que a principios del siglo XX saltó al otro lado del Atlántico y que más de un siglo después ha venido de vuelta.

Quizá todo esto solo sea una anécdota; pero en todo caso, una anécdota hermosa.

RELLENO DE INDIFERENCIA

En la oscuridad sólida de los días y las noches, aprisionado bajo el peso brusco de la indiferencia, solo me queda el sabor amargo de la desidia, la ignorancia y el abandono. También el sabor salado del recuerdo adormecido entre las piedras, de un tiempo duro, y fugaz como todo tiempo.

Recuerdo las manos expertas, endurecidas y laboriosas, que me cuidaban con mimo cuando mi cuerpo joven era vigoroso y útil. Las voces roncas de vino y humo, las toses crónicas que el tabaco clavaba en el pecho de los hombres mientras cargaban sobre mis espaldas bien forjadas el fruto de su trabajo. El calor espeso que iba creciendo en mi interior, el fuego que lamía mis entrañas con lenguas rojas y amarillas para blanquear la preñez de un vientre efímero. El sueño ligero de quien me cuidaba arrebujado en una manta plateada de luna, punteada de estrellas, bordada de rocío.

Echo de menos las risas colgadas en la comisura de los labios; las mujeres que conocí en la boca juguetona y exagerada de los hombres para aliviar la lentitud del pico y la pesadez rutinaria del capazo; el vino que se escapa de la cárcel de la bota y llena el cuenco de la boca y se derrama hasta el dorso desnudo y sucio de la mano; el tajo preciso y silencioso del filo de la navaja atravesando el hambre hasta un taco de tocino que se cobija sobre un pan de sudor y días.

Un amanecer de luz oscura no volvieron ni las risas ni las voces ni las toses. No hubo adiós ni despedida. Envuelto en bruma y desconcierto llegó el silencio, un desconocido para mí. Y se quedó conmigo sin hacerme compañía, y me hizo prisionero de su nada.

Durante un tiempo mantuve la esperanza. Hasta que el viento trajo una brisa de ecos de abandono a otros como yo. Hasta que un vendaval resquebrajaba mi entereza con ráfagas de angustia y duelo por los que se perdían para siempre bajo el peso muerto del vertido de toneladas de indiferencia, o sucumbían ante una reja hostil y vergonzosa. Tardé mucho tiempo en aceptar que también ese sería mi destino.

Sin embargo, renacía mi esperanza cuando alguien, muy pocos, todo hay que decirlo, se asomaba curioso a mi interior, deseoso de escuchar las historias escritas en el tiempo y en mi cuerpo, me inmortalizaba en una fotografía prometedora y me mostraba el respeto silencioso y el cariño transparente que un viejo se merece. Todavía no he llegado a los sesenta y, sin embargo, reconozco mi precoz y sobrevenida senectud, no porque mi cuerpo todavía vigoroso la padezca, sino porque todo a mi alrededor se agarró al futuro y cambió de universo.

Ahora, en la oscuridad sólida de los días y las noches, aprisionado bajo el peso brusco de toneladas de indiferencia, me resigno a mi destino. Y me aferro a la memoria escrita sobre mis piedras de un tiempo duro y fugaz que nadie quiere conservar.

Nombre de archivo : DSCN0626.JPG Tamaño de archivo : 171.1 KB (175215 Bytes) Fecha de entrega : 2002/10/25 16:51:31 Tamaño de imagen : 1024 x 768 píxeles Resolución : 300 x 300 ppp Profundidad del color : 8 bits/canal Atributo Protección : Desactivado Atributo Ocultar : Desactivado ID de la cámara : N/A Cámara : E775 Modo Calidad : NORMAL Modo Medición : Multipatrón Modo Exposición : Automático Programado Speed Light : No Distancia Focal : 6.2 mm Velocidad del disparador : 1/329.7 segundo Abertura : F8.1 Compensación de exposición : 0 EV Balance del blanco fijo : Automático Objetivo : Incorporado Modo de sincronización del flash : Reducción de ojos rojos Diferencia de exposición : N/A Programa Flexible : N/A Sensibilidad : Auto Nitidez : Automático Tipo de imagen : Color Modo de color : N/A Ajuste de tono : N/A Control de saturación : N/A Compensación de tono : Normal Latitud (GPS) : N/A Longitud (GPS) : N/A Altitud (GPS) : N/A

No te desanches, bolaga, que no es tan grande el bancal (Dicho popular).

Bolaga en floración

La bolaga (Thymelaea hirsuta) es un arbusto muy común sobre bancales abandonados y márgenes.

  1. Los tallos eran utilizados para hacer asas para cuerdas.
  2. La planta seca y debidamente atada era una buena escoba para la era y el corral.
  3. La planta seca es una excelente «ensendija» para la lumbre. También buen combustible para caldear los hornos.
  4. Cuando los brotes tiernos de los árboles se «empiojaban» se arrancaba una bolaga y se colgaba boca abajo sobre la crucera del árbol. La plaga iba desapareciendo a medida que se secaba la planta. 
  5. También se ha utilizado para «dar torno a la era» o «dar carro a la era»: se trataba de formar el piso de la era, para ello se ataban varias bolagas debajo de una tabla sobre la que se colocaban piedras para que pesara y de ella tiraban dos mulas. 
  6. En infusión se ha preparado para enjuagues bucales con los que aliviar el dolor de muelas. 
  7. Las semillas son muy apreciadas por los pájaros de canto, especialmente los pinzones y verderones, por ello se recogen ramas de bolaga y se ponen en las jaulas. 
  8. Las mismas ramas también evitan que los pájaros cojan piojillo.
  9. La corteza de los tallos más largos, arrancada en tiras sirve como improvisada cinta para un atado urgente.

Biodiversidad Etnobotánica del Campo de Salinas. Historia Natural de Sierra Escalona y Dehesa de Campoamor. VV.AA.